LOS DIAS POR VENIR


Estamos inmersos en un tiempo distinto, un nuevo contexto, una nueva realidad. Pero a pesar de los tantos mensajes optimistas sobre el estado actual, la etapa que se avecina no es para nada alentadora. La violencia desenfrenada, así como el desconcierto y el sinsentido, serán una constante. Envueltos en la vorágine de acontecimientos cada vez más absurdos y cotidianos, iremos perdiendo –o ya hemos perdido– la noción de valores y principios que durante décadas gobernaron nuestro mundo.

A fin de comprender esta situación, retomaremos conceptos vertidos por la Orgonomía en sus comienzos y trataremos de establecer su relación con el proceso de cambio actual.

Wilhelm Reich, quien describió claramente la estructura del acorazamiento humano, distinguió en ella tres capas o camadas bien diferenciadas:
  • una superficial y represiva, capaz de disfrazar y contener los impulsos más oscuros y profundos, cuya función es permitir una relación armónica entre el sujeto y su medio;
  • una intermedia, en la que conviven los impulsos secundarios (impulsos reprimidos) como la ira, la envidia, el odio y todas aquellas emociones que la frustración primitiva transformó en resentimiento por intolerancia al dolor;
  • y una tercera mucho más interna, donde los impulsos naturales y vitales muestran la bondad original de nuestra especie.

En la sociedad de los últimos siglos, la capa superficial –aquella capaz de mantener a raya el infierno interno del hombre– ha intermediado en todas las relaciones personales, sociales e institucionales. Salvo en épocas muy precisas (guerras, catástrofes o acontecimientos extraordinarios en los cuales la miseria humana logró imponerse), la sublimación como mecanismo transformador ha permitido transmutar en lo contrario todos aquellos impulsos secundarios descriptos por Reich como la capa intermedia de la coraza. Gracias a este mecanismo, el hombre ha podido mostrarse de una manera totalmente diferente al espanto contenido en su interior.

La estabilidad ambiental, ahora lo sabemos, fue lo que permitió disfrazar en forma elegante y adecuadamente las fuerzas ocultas tras bambalinas; la misma estabilidad que generó y mantuvo la periodicidad de las estaciones del año y de los ciclos vitales en su totalidad.

Ese equilibrio ambiental está perdido: lo testifican desde los informes científicos hasta el aumento de catástrofes mundiales. Tifones, huracanes, sismos y súper tormentas amenazan diariamente a cientos de miles de personas; lluvias torrenciales, sequías, tornados, tormentas solares están presentes sin exclusión en todo el planeta. También existen estudios acerca de cómo esos cambios drásticos afectan la flora y fauna de todos los lugares. Frente a todo esto, ¿cómo podría la coraza humana mantenerse intacta?

Y tal cual lo vaticinara Reich, lo primero en ceder es la capa más superficial: aquella correspondiente al disfraz que cada uno elaboró durante toda su vida. Es entonces que los buenos modales mutan en intolerancia y fastidio, la buena voluntad en un “qué me importa”, la solidaridad en una frialdad inusitada. Todo esto, en el mejor de los casos.

Resquebrajada la superficie, los bloqueos liberan su energía y la persona se ve impelida a actuar sus emociones reprimidas, empujada a expresar la furia de frustraciones pasadas. Los impulsos secundarios, aquellos que hasta aquí habían podido mantenerse ocultos, afloran sin control y se expresan en el mundo.

Poco importa que se intenten elaborar nuevas leyes o establecer nuevos modos de abordaje; la realidad interna no puede ya someterse a fórmulas o prescripciones externas, no acepta códigos, no se atiene a decretos. Por el contrario, la necesidad de transgredirlos es el nuevo reto individual. Y la sociedad se convierte de esta manera en un conjunto de personas dispuestas a imponer su razón, a actuar sus impulsos, a violentar todo aquello que las contenía. Porque los límites están desdibujados, y los contenidos inconscientes están aflorando.

Así como las catástrofes ambientales arrasan la superficie de la tierra, las catástrofes individuales arrasan la superficie de cada uno de nosotros; porque de la misma forma que el planeta, el hombre debe purificarse, limpiarse, para llegar a su esencia. El camino de retorno al origen está iniciado, sólo que deberemos atravesar el infierno para en última instancia llegar a los cielos.

Bienvenidos

¡Bienvenidos!

En busca de un mayor acercamiento y de una comunicación más fluida con quienes están interesados en nuestro trabajo de investigación, hemos creado este blog. Pretendemos a través del mismo continuar transmitiendo los conceptos básicos y pilares de la teoría orgonómico-biofuncional e informar periódicamente sobre nuestras comprensiones y hallazgos. De particular interés es la posibilidad de que los lectores vuelquen sus comentarios e inquietudes a fin de establecer un vínculo más dinámico y enriquecedor.

A quienes conocen sobre el tema como a los que recién se aproximan les ofrecemos un escrito que resume la actualidad de nuestro abordaje:


EL TIEMPO DEL TIEMPO

Una mirada orgonómica sobre el cambio 

            Todo proceso evolutivo supone la existencia de un crecimiento progresivo de estructuras originariamente simples hacia otras más organizadas y complejas. Esta disposición natural ha venido acompañando a la humanidad desde tiempos inmemoriales, siendo su expresión la vida misma. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando se ha alcanzado el máximo desarrollo? Es lógico suponer el comienzo de una etapa de deterioro y muerte para todo aquello que llega a su apogeo. Es predecible su degradación y desmoronamiento y, en última instancia, el retorno al origen. Esto que a nivel individual es una constante (ya que cada sesenta o setenta años todo ser humano repite este ciclo), hoy está aconteciendo con nuestra civilización. Habiendo tocado la cresta de la ola, se encuentra en una corriente involutiva que en el hombre finaliza con la re-vivencia de su nacimiento. Sobre este retorno hemos dado cuenta en nuestro libro “La Forma Humana -De la función del orgasmo a la pulsación de la conciencia" año 2001-Pluma y Papel Ediciones] describiendo el tratamiento biofuncional como una des-trascripción gradual de la coraza y del yo capaz de llevarnos perceptivamente a la fuente de la existencia. 

Nuestro tiempo está determinado por una marcada tendencia a la disolución de la diversidad en la unidad. En términos orgonómicos, un campo mayor está absorbiendo al campo menor, la energía vital reintegrando la disgregación en un movimiento antientrópico sin precedentes. La pulsación de todo lo que existe está siendo alterada, ampliada e impelida a descargar todo aquello que impida su fusión a este campo mayor. El hombre como ser pulsátil está exigido a liberarse urgentemente de su historia personal, despojarse de sus ataduras simbólicas, compelido a abandonar sus hábitos, sus afectos, sus ideas y creencias.

En “La libertad como vivencia del origen–El sentido trascendente del desplazamiento de la percepción”, Revista Orur S.XXI, n°12] hablamos de cómo una cultura decadente, habiendo saturado al cuerpo humano (ya que el cuerpo es el representante de nuestra cultura), le impide a éste reencontrarse con su naturaleza esencial. En aquella nota dejamos constancia de la imperiosa necesidad de abandonar los anclajes perceptivos conocidos para disponernos a contactar con nuestro origen.

Diferentes concepciones filosóficas y religiosas dan cuenta de este estado de pasaje, de este salto evolutivo que en una espiral ascendente no significa otra cosa que el regreso del hombre a su condición primitiva, aunque en un nivel superior. Lo que no está claro es cómo acompañar perceptivamente este cambio, cómo lograr ser conscientes de lo que la propia naturaleza está generando en nuestro interior.

Las manifestaciones de esta realidad son: la descontrolada violencia, el miedo permanente, la insatisfacción constante, la falta de sentido y el atontamiento generalizados. Alienados en un mundo repleto, seguimos empujando con el empecinamiento de los necios, sin darnos cuenta que la realización personal ya está fundida con la transformación común. En el mejor de los casos, y con la falsa idea de que el cambio acontecerá afuera, se prepara el entorno como refugio para lo que sucederá “independientemente de nosotros”. 

La gran mayoría de las personas intuye esta realidad, la percibe de alguna manera, pero debido a la falta de tolerancia a lo desconocido o bien la rechaza negándola o bien la interpreta erróneamente. De ambos modos, impide una preparación adecuada para la transformación que ya está aconteciendo.


La realidad es percepción.

La percepción es una función de la energía vital, y como tal acompaña al sujeto como “fuerza” desde su nacimiento. Esto es, la percepción es el polo activo de la conciencia que actuando desde una membrana (nuestro cuerpo) nos permite crear la realidad.

Sabemos que la energía planetaria está mutando; a este cambio lo venimos registrando desde los años '80, cuando la energía orgón comenzó a ser progresivamente reemplazada por el orur (tanto el orgón como el orur fueron energías descriptas por Reich, siendo esta última descubierta accidentalmente como resultado de una síntesis de orgón y radioactividad).

Sabemos que los cambios que se operan sobre nuestro planeta son idénticamente funcionales a los que se operan sobre nuestro campo de energía vital, por lo tanto es inconcebible no comprender las alteraciones, tanto individuales como sociales, como parte de este proceso evolutivo mayor [Remitimos al lector al artículo “La gravedad de la gravedad”, Revista Orur S.XXI, nº 14].

Si nuestra energía encerrada en el cuerpo como conciencia está siendo afectada por las alteraciones ambientales, nuestra percepción como acción de esa conciencia también se ve exigida a variar.

La realidad está dejando de manifestarse como un contexto definido para ser un espacio cada vez más vacío de contenidos, dejando a la vista que estos contenidos son los representantes de nuestra historia personal, de nuestro modo de expresión en el mundo.

El hombre está siendo arrastrado a nuevos lugares perceptivos en donde sus valores, creencias y convicciones pierden toda vigencia. La percepción va modificándose en forma progresiva y continua, por lo que todo lo viejo, lo antiguo, lo conocido, va perdiendo validez y utilidad.


Recuperando la unidad.

El desplazamiento de la percepción hacia lo desconocido supone cierta liviandad y entrega imposibles para quienes cargan y se aferran a su historia personal. Debemos aclarar aquí que la parte más pesada y difícil de esa historia personal está representada por sus aspectos inconscientes.

Como parte del proceso natural, el límite entre lo consciente e inconsciente se está desdibujando; los mecanismos represivos que mantenían alejados de la percepción a los contenidos inconscientes están cayendo, y por ende los impulsos secundarios (descriptos por Reich como la segunda capa de la estructura caracterial) llegan a la superficie. 

Es una época de caos, ya que el principio de realidad está dejando paso al principio de placer, cada cual busca satisfacer sus necesidades de forma imperiosa y sin el reconocimiento de un otro como tal. En un mundo personal en donde ya no pueden confluir los acuerdos perceptivos necesarios para la vida en comunidad, la existencia tal como la conocemos va perdiendo sentido.

Las proyecciones sobre el entorno también se van debilitando, y el monto de energía que se desprende de ellas vuelve a nosotros aumentando la intolerancia.

La confusión, el miedo y la dificultad del cuerpo para relajarse son síntomas claros de que estamos desandando y transitando por espacios negados perceptivamente hasta el presente. En este camino vamos re-conociendo sentimientos, emociones y sensaciones que siempre nos pertenecieron pero a las que no podíamos acceder voluntariamente. En otras palabras, la naturaleza parece alentar un proceso regresivo capaz de llevarnos progresivamente hacia la unidad que somos.


           Lo real y lo simbólico.

Habiendo corroborado que el nacimiento es una matriz formativa cuya modalidad se imprime en todos los actos de nuestra vida, podemos definir al momento del nacimiento junto al momento de la muerte (ambos idénticamente funcionales) como los dos únicos acontecimientos reales. Y siendo el resto de las ocurrencias una repetición de ese molde originario, consideraremos a los hechos de la historia personal como situaciones simbólicas, en tanto representan formalmente las características perinatales.

Lo real y lo simbólico poseen así una conexión única y permanente, de tal modo que disolviendo el valor simbólico de los sucesos vividos podemos llegar a contactarnos con lo real de nuestra existencia. En otras palabras, la elaboración de la historia personal junto al reconocimiento de la Forma que la acompaña nos acerca a la vivencia perinatal como circunstancia real [Ver “La Forma Humana”].

Creemos que todo proceso disolvente de nuestra cultura (tal como el que estamos describiendo) es también disolvente de la estructura caracterial, ya que ésta como aquella son elementos altamente simbólicos. 


Un mundo simbólico.

El símbolo (la imagen, la representación) nos habla de lo simbolizado, nos da cuenta de lo representado, nos permite imaginarlo, esto es, nos acerca datos de lo real sin ser lo real. Se le parece, nos aproxima, nos permite conocerlo, pero paradójicamente también nos aleja. Logra así establecer el espacio necesario para su lectura, su comprensión.

Esta distancia ha debido ser la justa y necesaria para que el organismo tolere lo real sin ser destruido. Así el organismo transcribió en cuerpo, se hizo simbólico, se convirtió en representación para tolerar el flujo vital sin desintegrarse. Nuestro cuerpo es el retrato del organismo (“fuimos creados a imagen y semejanza de Dios”), es su expresión simbólica; cual espejo, reflejamos la imagen de lo real.

Nuestro mundo, al igual que nuestro cuerpo, es simbólico, es una transcripción de lo real. Vivimos en un mundo simbólico creado por nuestra propia necesidad de supervivencia. La cultura se constituyó, de este modo, en un espacio tan vital como la naturaleza misma. Su tiempo se ensanchó, creció, y en la misma medida nos fuimos alejando de la naturaleza, nos fuimos haciendo más “representantes de nosotros mismos”.

Somos, por tanto, naturaleza y cultura, realidad y símbolo, verdad y metáfora. Esta convivencia  exigió, sin lugar a dudas, una distancia óptima para un encuentro armonioso.

Creemos (y es esta creencia lo que convoca estas líneas) que esa distancia apta, adecuada, se ha perdido, creando un abismo entre dos espacios antagónicos. Naturaleza y cultura son en el presente dos lugares que ya no logran encontrarse.

La distancia apropiada que las reunía en el hombre ha desaparecido, pero no sólo se ha aumentado abriendo una brecha sino que sigue y seguirá creciendo.

La naturaleza nos empuja a dejar las estructuras caducas que acarreamos durante años, a dejar de ser lo que fuimos históricamente; la cultura al irse desprendiendo nos genera desasosiego, angustia, conductas impulsivas e irracionales, descontrol, pérdida de sentido, etc.

La capa más superficial de la estructura caracterial ya no existe, y para llegar a la capa más profunda y originaria debemos atravesar la capa intermedia de los impulsos secundarios. Es el infierno interno al que hizo referencia Juan Pablo II, es el tránsito insoslayable por los retorcimientos históricos que hemos implementado negando nuestro origen.

El origen como lo único real que poseemos se nos impone, y todo lo que hayamos realizado para negarlo ha comenzado a caer.


La importancia de comprender lo que está sucediendo.

Lo que se observa a simple vista es que la mayoría de las personas ignora la dimensión y el sentido de este cambio radical. Todos sufren las consecuencias de las alteraciones ambientales y bioenergéticas, pero no todos poseen el contexto adecuado para leer este fenómeno. La mayoría acusa los desequilibrios como una agresión desmerecida e intenta retomar (sin ninguna posibilidad de éxito) el control anterior. Otros muchos utilizan la poca comprensión que los asiste para sacar partido de él, ofreciendo un conocimiento que no tienen acerca del futuro de la humanidad.

A nivel global cada grupo trata de simbolizar y definir la realidad cambiante como puede. Lo cierto es que la mayoría no incluye que su "yo”, su persona como tal, no será lo que trascienda estos tiempos. Se ofrecen refugios materiales en lugares concretos del planeta, lucrando con la ignorancia y arrogancia de quienes creen poder "salvarse”. Por lo tanto, es urgente saber lo que está pasando aquí y ahora con nosotros, lo que podemos hacer para enfocarnos adecuadamente, esto es, para estar a favor de un proceso que nos supera ampliamente.

El descontrol generalizado es una muestra de que nuestras estructuras psicofísicas están siendo desequilibradas, de que nuestros parámetros históricos están haciendo agua y no podemos aferrarnos a ordenamientos caducos.


¿Quién soy yo?

La conciencia individual es el resultado de un largo proceso evolutivo del ser humano. Durante siglos la conciencia estuvo sostenida por la comunidad. Esto es, los individuos sólo poseían importancia en relación al grupo de pertenencia, ya que era el grupo como unidad quien podía sostener la energía de la conciencia. Las tribus y  los clanes daban al individuo su razón de ser, participando todos del mismo espíritu.

Desde aquellas comunidades tribales fuimos pasando a la familia, primero a aquellas numerosas compuestas por todos los descendientes de los “primeros padres”, existiendo así grupos de quince o veinte personas reunidas bajo la misma sangre.

La historia de la familia es algo más conocido por todos nosotros, ya que su evolución forma parte de la historia reciente. Desde aquellas familias numerosas hasta nuestros días ha habido cambios substanciales, no sólo respecto al número de integrantes sino también a la concepción de la misma.

No es casual que en estos momentos sostener el grupo familiar primario –padre, madre e hijo– sea todo un desafío, y sea cada vez más difícil compartir la visión del mundo con quienes nos rodean.

Lo que para nuestros antepasados era sostenido por muchos individuos agrupados e igualados por este compartir de la conciencia, actualmente se está proponiendo como un sostén individual. En otras palabras, la evolución natural está exigiéndonos abandonar nuestros reaseguros históricos para transformarnos en seres portadores de conciencia.

En este proceso evolutivo, sucintamente descripto, el “yo” ha tenido un papel muy importante, ya que ha servido de tutor en la transición de la conciencia grupal a la conciencia individual.

Desde su nacimiento y hasta la edad adulta, el individuo va haciendo crecer su "particularidad”, va desplegando su modalidad única, de tal modo que las diferencias individuales, suficientemente significativas, lo proveen de un mundo propio, personal, diferente a los otros. En el momento del nacimiento, el cuerpo se constituye per se en el origen biológico del yo, el cual se irá desarrollando a la par que irá creando su propia realidad [Ver Orur S.XXI, nº 18].

¿Quién soy yo? No soy más que la identificación con mi cuerpo, con mis sensaciones corporales, las que han ido derivando en gustos, emociones y sentimientos propios. Desde un yo precario, incipiente, delimitado sólo por el contacto con mi madre he ido creciendo hasta convertirme en un ser con precisiones, a tal punto que puedo definirme. Soy no sólo mi presente sino mi historia, lo que he vivido, lo que pienso de mí, lo que valoro y también lo soy en mis aspectos inconscientes. [Ver Orur S.XXI, nº 19].

El yo es, pues, esa estructura capaz de acompañar al sujeto hasta la consolidación de la individualidad; es esa instancia que, a modo de tutor, dirige el desarrollo y maduración de las potencialidades inscriptas en el ser humano. Ahora bien, la maduración yoica marca el final de un proceso, la culminación de una etapa. ¿Qué ocurre luego? ¿Cuál es el destino de aquello que alcanza su máximo crecimiento? [Ver Orur S.XXI, nº 20].

La maduración yoica significa en lo individual la muerte del sujeto. Es decir que cada persona termina su ciclo vital al alcanzar sus metas personales, y con ellas su máximo desarrollo. En algunos casos excepcionales esta maduración ha permitido al sujeto el despertar de la conciencia a través de una experiencia de iluminación. Esto ha acontecido siempre que el cuerpo se ha encontrado en condiciones de tolerar en forma consciente la totalidad de la energía vital sin morir. La muerte existe entonces como la consecuencia necesaria cuando, por el propio proceso natural, se rompen los límites de la estructura yoica y el cuerpo no posee las condiciones necesarias para metabolizar la energía desprendida.

Ahora bien, creemos que el cuerpo humano en términos de especie ha madurado lo suficiente como para sostener por sí mismo la totalidad de la energía. Esto es lo que consideramos como el actual desafío evolutivo.

En otras palabras, esta etapa de transformación del planeta en general y del hombre en particular supone –hasta donde sabemos– un desprendimiento de todo lo aprehendido, lo que en términos orgonómicos significa el máximo de entrega. El proceso natural está expresándose así a través de la disolución de los yoes individuales y de la unificación de los polos consciente-inconsciente. Hasta aquí sólo pudimos vivir como seres disociados y la propuesta ahora es reunirnos y retornar al origen.

Repetimos: la conciencia como campo de energía fue siendo sostenida en forma progresiva  desde la conciencia “común” de nuestros ancestros (espíritu de tribu, clan, raza), pasando por la tradición familiar de nuestros ascendientes, hasta nuestros días en que la conciencia individual está a punto de ser consolidada como el mayor y último logro de la especie humana.

Todo este movimiento supone sufrimiento para nuestros yoes, de allí que el único modo de acompañar tamaño proceso sea a través de un desplazamiento perceptivo de gran magnitud, a fin de tolerar la muerte inexorable de nuestra historia personal. Intentarlo es el único objetivo presente de nuestro trabajo psicofísico.