Un pensamiento acerca de la luz y el tiempo

 Como seres materiales vivimos dentro de límites precisos, confinados a la Tierra, encerrados en la cápsula del tiempo.

La luz, con sus trescientos mil kilómetros por segundos, parece ser el margen etéreo hacia otras dimensiones, el pasaje certero al Más Allá. 

En el más acá, el ser debate su existencia dentro de la ley de polaridad, en el más  acá la fragilidad de la materia lidia día a día con la muerte. Y es desde este más acá que interpretamos la vida, que valoramos el espacio y proyectamos viajes interestelares. 

Desde un territorio cercado por barreras invisibles navegamos el infinito sin movernos de la cárcel y recluidos en un rincón del Universo padecemos la poca perspectiva del encierro.


El tránsito entre un lugar y otro parece ocurrir a través del enceguecimiento que esa fuente de luz produce al ser atravesada. Se nace y se muere pasando por ella y muy pocas veces contamos con la gracia de vislumbrar su presencia en el curso de nuestra vida. Cuando esto ocurre, su luz borra -momentáneamente- la sombra humana al iluminar la totalidad del ser. 

Paralelamente, en esos momentos -nacimiento, iluminación y muerte- desaparece el tiempo. Se ingresa a un espacio en el que el tiempo deja de correr, no existe, se diluye en un presente eterno y continuo. La grandiosidad de la luz invade el espacio-tiempo conocido y desdibuja su frontera. 


Como seres materiales vivimos dentro de límites precisos, confinados a la Tierra, encerrados en la cápsula del tiempo. Pero ello sólo ocurre en el espejo, luz adentro.