El fin de la palabra

¿Cuál es la finalidad de la palabra? ¿Qué función cumple el lenguaje?
¿Estamos a las puertas de su muerte? ¿Es el fin de la palabra?
En este artículo pretendemos abarcar ambos sentidos: acercarnos al verbo en su profundo valor, a la vez que comprender sus manifiestas limitaciones en la actualidad.

La comunicación verbal ha sido y es el único modo de transmisión de conocimiento. Desde las vivencias personales hasta lo aprehendido intelectualmente sólo pueden ser compartidos a través de códigos verbales comunes. Estos códigos que surgieron a partir de la necesidad, siempre vigente de relacionarnos con nuestros congéneres, fueron creciendo y perfeccionándose hasta alcanzar la plenitud en el lenguaje escrito. La adquisición de la escritura representó así el hito capaz de darle a la palabra un lugar altamente simbólico.
Es a partir del lenguaje que el hombre adquiere capacidad de abstracción o lo que es lo mismo, su capacidad de abstracción se ve representada a través de la palabra. La visión del fenómeno como simultáneo, es más que significativa a la hora de comprender el salto evolutivo que significó la conquista del verbo.
Una sensación, un sentimiento son caracterizados a través del símbolo; más aún, son fusionados con él y en él. Es en esa metamorfosis -de flujo a plasma- que el ser humano logra su extensión en el mundo, su proyección en un otro, su verdadera realización y la certeza de su existencia. 
La alfabetización ha convalidado ampliamente el sentido trascendente del lenguaje, su potencial intrínseco de transmutación alquímica. Leer y escribir es ingresar a un nuevo mundo, al universo de la expresión, de la libertad y la memoria. No se es libre sin la posibilidad de expresarse y no puede recordarse lo que no fue plasmado en símbolos. 
Saber hablar, leer y escribir es ante todo saber pensar. Pensamiento y palabra son inseparables ya que sólo puede pensarse en términos simbólicos. No exageramos al decir que debemos al lenguaje la existencia del mundo. ¿Qué mundo poseen las bestias? No el mismo que nosotros, ya que la palabra ha ido convalidando la existencia de todas las cosas en un nivel abstracto, lo que ha permitido que podamos imaginarlas. Imaginar es un prodigio puramente humano y alude a la posibilidad de recrear los hechos y protagonistas en su ausencia. 

Pretendo llevar al lector de esta nota a “imaginar” el comienzo de la comunicación verbal. A sentir a aquel hombre que, con los primeros sonidos onomatopéyicos, fue capaz de transmitir y compartir una realidad hasta entonces solitaria. No cabe duda que la convalidación de un fenómeno es buscada y realizada en un “otro” que acompañe nuestra experiencia. Y para ello es necesario expresar, representar y significar lo que percibimos. La sociedad humana ha crecido dentro de esa percepción común, a partir de esos acuerdos perceptivos. Las certezas sobre las que basamos nuestro mundo cotidiano no son sino, el fruto de la convalidación perceptiva de generación tras generación a través de la palabra sentida.
Pero ¿Qué es la palabra sentida? ¿Se sienten las palabras?
Quiero poner aquí el énfasis en la importancia del lenguaje como representante de “lo que quiere ser expresado” y, en última instancia de “quien se expresa”. La palabra es el instrumento a través del cual es posible manifestarse, a través del cual el sujeto declara su compromiso, sentimiento, aceptación, desacuerdo acerca de algo. 
El símbolo es la voz del “sentir humano”, es la herramienta capaz de hacer explícito lo implícito, visible lo invisible. El lenguaje es un medio de expresión y por tanto, “siempre” es acompañado por la intención de quien lo utiliza. 

En su origen el verbo tuvo cualidad formativa, de tal modo que el mundo simbólico en el que vivimos fue creado por el poder de la palabra. Vocablo y realidad poseen así la misma fuente, se alimentan de la intención creadora original, aquella cuya fuerza logra hacer manifiesto lo latente. 
La evolución del lenguaje ha seguido seguramente, la misma evolución del hombre. Así, desde aquella intención originaria hasta nuestros días ha habido cambios substanciales, importantes y en alguna medida degradantes.
Mitos y leyendas nos recuerdan que el verbo era potestad de los dioses y que fueron ellos quienes nos enseñaron a hablar. Para el hombre de entonces las palabras tenían poder, tanto para sanar y fortalecer como para herir y enfermar; poseían la potencia de transformar, de modificar los acontecimientos. Su expresión era respetaba y temida por ser el detonante de la acción.
Desde aquella humanidad hasta nuestros días, la voz fue separándose progresivamente de la intención creadora originaria y cobrando significado propio. Aquella palabra como instrumento del ser humano en general fue mutando en herramienta individual, utilizada por quienes poseían la capacidad de moldear el flujo vital en sílabas, de dar vida simbólica a lo asimbólico. Este ha sido y sigue siéndolo mérito de quienes poseen el “don de la palabra”.
Lo innombrable sólo existe indiscriminadamente y al no poder ser abarcado tampoco puede ser comprendido. El término le da a la existencia asequibilidad, individuación y facultad transformadora.
Durante siglos la alfabetización estuvo al alcance de muy pocos y sólo estos pocos transitaban por las calles de un mundo completo. El resto permanecía en la ignorancia y en la inocencia de la cosa no dicha. Posteriormente la literatura fue creciendo y acercando al lector toda la riqueza del idioma. 
A nuestros días nos llega un lenguaje empobrecido debido a la falta de una clara intención por parte de quien se expresa. Como ámbito simbólico, la voz se ha independizado de tal modo, que sólo lleva impreso su valor comunicacional. El auge en las comunicaciones genera y necesita de esta locución descomprometida, de este enunciado superficial que deja fuera todo acompañamiento sentido. 
He aquí el comienzo del fin de la palabra. Abandonada por el locutor y el escucha, sólo posee sentido en sí misma, sin más energía que la que le brinda la estética y la lingüística. Es entonces cuando el hablar bien es parte del atuendo personal, del ornamento con que nos vestimos para impresionar al otro.
Lejos quedó el alcance profundo del modelo, de aquel verbo inicial que conmovía al universo, lejos también su valor vehicular a través del cual se expresaba lo sentido. La palabra ha quedado sola, desvalida, huérfana y próxima a su extinción. 
Un análisis más penetrante tal vez pueda mostrarnos que no posee la frecuencia de la época y que, por esto mismo, está siendo reemplazada por la imagen, cuya velocidad es acorde con nuestra urgencia. No dejamos por esto de lamentar tremenda pérdida.

El conocimiento humano posee etapas y en cada una de ellas, los instrumentos para asirlo van variando. La palabra: aquella brutal, vibrante, transformadora, enorme se nos fue hace tiempo, su heredera, aquella del compromiso íntegro, de la presencia fuerte, del sentimiento claro y la intención certera dejó paso a esta pequeñita y debilucha que nos acompaña en discursos vacíos y peroratas tristes…Ya no es creíble ni sentida, sólo representante de una sociedad decadente y perdida.