¡Bienvenidos!
En busca de un mayor acercamiento y de una comunicación más fluida con quienes están interesados en nuestro trabajo de investigación, hemos creado este blog. Pretendemos a través del mismo continuar transmitiendo los conceptos básicos y pilares de la teoría orgonómico-biofuncional e informar periódicamente sobre nuestras comprensiones y hallazgos. De particular interés es la posibilidad de que los lectores vuelquen sus comentarios e inquietudes a fin de establecer un vínculo más dinámico y enriquecedor.
A quienes conocen sobre el tema como a los que recién se aproximan les ofrecemos un escrito que resume la actualidad de nuestro abordaje:
EL TIEMPO DEL TIEMPO
Una mirada orgonómica sobre el
cambio
Todo
proceso evolutivo supone la existencia de un crecimiento progresivo de
estructuras originariamente simples hacia otras más organizadas y complejas.
Esta disposición natural ha venido acompañando a la humanidad desde tiempos
inmemoriales, siendo su expresión la vida misma. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando
se ha alcanzado el máximo desarrollo? Es lógico suponer el comienzo de una
etapa de deterioro y muerte para todo aquello que llega a su apogeo. Es
predecible su degradación y desmoronamiento y, en última instancia, el retorno
al origen. Esto que a nivel individual es una constante (ya que cada sesenta o
setenta años todo ser humano repite este ciclo), hoy está aconteciendo con
nuestra civilización. Habiendo tocado la cresta de la ola, se encuentra en una
corriente involutiva que en el hombre finaliza con la re-vivencia de su
nacimiento. Sobre este retorno hemos dado cuenta en nuestro libro “La
Forma Humana -De la función del orgasmo a la pulsación de la conciencia" año 2001-Pluma y Papel Ediciones] describiendo el tratamiento biofuncional como una
des-trascripción gradual de la coraza y del yo capaz de llevarnos
perceptivamente a la fuente de la existencia.
Nuestro
tiempo está determinado por una marcada tendencia a la disolución de la
diversidad en la unidad. En términos orgonómicos, un campo mayor está
absorbiendo al campo menor, la energía vital reintegrando la disgregación en un
movimiento antientrópico sin precedentes. La pulsación de todo lo que existe
está siendo alterada, ampliada e impelida a descargar todo aquello que impida
su fusión a este campo mayor. El hombre como ser pulsátil está exigido a
liberarse urgentemente de su historia personal, despojarse de sus ataduras simbólicas,
compelido a abandonar sus hábitos, sus afectos, sus ideas y creencias.
En
“La libertad como vivencia del origen–El sentido trascendente del
desplazamiento de la percepción”, Revista Orur S.XXI, n°12] hablamos de cómo una cultura
decadente, habiendo saturado al cuerpo humano (ya que el cuerpo es el
representante de nuestra cultura), le impide a éste reencontrarse con su
naturaleza esencial. En aquella nota dejamos constancia de la imperiosa
necesidad de abandonar los anclajes perceptivos conocidos para disponernos a
contactar con nuestro origen.
Diferentes
concepciones filosóficas y religiosas dan cuenta de este estado de pasaje, de
este salto evolutivo que –en
una espiral ascendente–
no significa otra cosa que el regreso del hombre a su condición primitiva,
aunque en un nivel superior. Lo que no está claro es cómo acompañar perceptivamente
este cambio, cómo lograr ser conscientes de lo que la propia naturaleza está
generando en nuestro interior.
Las
manifestaciones de esta realidad son: la descontrolada violencia, el miedo
permanente, la insatisfacción constante, la falta de sentido y el atontamiento
generalizados. Alienados en un mundo repleto, seguimos empujando con el
empecinamiento de los necios, sin darnos cuenta que la realización personal ya
está fundida con la transformación común. En el mejor de los casos, y con la falsa
idea de que el cambio acontecerá afuera, se prepara el entorno como refugio
para lo que sucederá “independientemente de nosotros”.
La
gran mayoría de las personas intuye esta realidad, la percibe de alguna manera,
pero debido a la falta de tolerancia a lo desconocido o bien la rechaza
negándola o bien la interpreta erróneamente. De ambos modos, impide una
preparación adecuada para la transformación que ya está aconteciendo.
La realidad es percepción.
La
percepción es una función de la energía vital, y como tal acompaña al sujeto
como “fuerza” desde su nacimiento. Esto es, la percepción es el polo activo de
la conciencia que actuando desde una membrana (nuestro cuerpo) nos permite
crear la realidad.
Sabemos
que la energía planetaria está mutando; a este cambio lo venimos registrando
desde los años '80, cuando la energía orgón comenzó a ser progresivamente
reemplazada por el orur (tanto el orgón como el orur fueron energías descriptas
por Reich, siendo esta última descubierta accidentalmente como resultado de una
síntesis de orgón y radioactividad).
Sabemos
que los cambios que se operan sobre nuestro planeta son idénticamente
funcionales a los que se operan sobre nuestro campo de energía vital, por lo
tanto es inconcebible no comprender las alteraciones, tanto individuales como
sociales, como parte de este proceso evolutivo mayor [Remitimos al lector al
artículo “La gravedad de la gravedad”, Revista Orur S.XXI, nº
14].
Si
nuestra energía encerrada en el cuerpo como conciencia está siendo afectada por
las alteraciones ambientales, nuestra percepción como acción de esa conciencia
también se ve exigida a variar.
La
realidad está dejando de manifestarse como un contexto definido para ser un
espacio cada vez más vacío de contenidos, dejando a la vista que estos
contenidos son los representantes de nuestra historia personal, de nuestro modo
de expresión en el mundo.
El
hombre está siendo arrastrado a nuevos lugares perceptivos en donde sus
valores, creencias y convicciones pierden toda vigencia. La percepción va
modificándose en forma progresiva y continua, por lo que todo lo viejo, lo
antiguo, lo conocido, va perdiendo validez y utilidad.
Recuperando la unidad.
El
desplazamiento de la percepción hacia lo desconocido supone cierta liviandad y
entrega imposibles para quienes cargan y se aferran a su historia personal.
Debemos aclarar aquí que la parte más pesada y difícil de esa historia personal
está representada por sus aspectos inconscientes.
Como
parte del proceso natural, el límite entre lo consciente e inconsciente se está
desdibujando; los mecanismos represivos que mantenían alejados de la percepción
a los contenidos inconscientes están cayendo, y por ende los impulsos
secundarios (descriptos por Reich como la segunda capa de la estructura
caracterial) llegan a la superficie.
Es
una época de caos, ya que el principio de realidad está dejando paso al
principio de placer, cada cual busca satisfacer sus necesidades de forma
imperiosa y sin el reconocimiento de un otro como tal. En un mundo personal en
donde ya no pueden confluir los acuerdos perceptivos necesarios para la vida en
comunidad, la existencia tal como la conocemos va perdiendo sentido.
Las
proyecciones sobre el entorno también se van debilitando, y el monto de energía
que se desprende de ellas vuelve a nosotros aumentando la intolerancia.
La
confusión, el miedo y la dificultad del cuerpo para relajarse son síntomas
claros de que estamos desandando y transitando por espacios negados
perceptivamente hasta el presente. En este camino vamos re-conociendo
sentimientos, emociones y sensaciones que siempre nos pertenecieron pero a las
que no podíamos acceder voluntariamente. En otras palabras, la naturaleza
parece alentar un proceso regresivo capaz de llevarnos progresivamente hacia la
unidad que somos.
Lo real y lo simbólico.
Lo real y lo simbólico.
Habiendo
corroborado que el nacimiento es una matriz formativa cuya modalidad se imprime
en todos los actos de nuestra vida, podemos definir al momento del nacimiento junto
al momento de la muerte (ambos idénticamente funcionales) como los dos únicos
acontecimientos reales. Y siendo el resto de las ocurrencias una repetición de
ese molde originario, consideraremos a los hechos de la historia personal como
situaciones simbólicas, en tanto representan formalmente las características
perinatales.
Lo
real y lo simbólico poseen así una conexión única y permanente, de tal modo que
disolviendo el valor simbólico de los sucesos vividos podemos llegar a
contactarnos con lo real de nuestra existencia. En otras palabras, la elaboración
de la historia personal junto al reconocimiento de la Forma que la acompaña nos
acerca a la vivencia perinatal como circunstancia real [Ver “La
Forma Humana”].
Creemos
que todo proceso disolvente de nuestra cultura (tal como el que estamos
describiendo) es también disolvente de la estructura caracterial, ya que ésta
como aquella son elementos altamente simbólicos.
Un mundo
simbólico.
El símbolo (la
imagen, la representación) nos habla de lo simbolizado, nos da cuenta de lo
representado, nos permite imaginarlo, esto es, nos acerca datos de lo real sin
ser lo real. Se le parece, nos aproxima, nos permite conocerlo, pero
paradójicamente también nos aleja. Logra así establecer el espacio necesario
para su lectura, su comprensión.
Esta distancia
ha debido ser la justa y necesaria para que el organismo tolere lo real sin ser
destruido. Así el organismo transcribió en cuerpo, se hizo simbólico, se
convirtió en representación para tolerar el flujo vital sin desintegrarse.
Nuestro cuerpo es el retrato del organismo (“fuimos creados a imagen y
semejanza de Dios”), es su expresión simbólica; cual espejo, reflejamos la
imagen de lo real.
Nuestro mundo,
al igual que nuestro cuerpo, es simbólico, es una transcripción de lo real.
Vivimos en un mundo simbólico creado por nuestra propia necesidad de
supervivencia. La cultura se constituyó, de este modo, en un espacio tan vital
como la naturaleza misma. Su tiempo se ensanchó, creció, y en la misma medida
nos fuimos alejando de la naturaleza, nos fuimos haciendo más “representantes
de nosotros mismos”.
Somos,
por tanto, naturaleza y cultura, realidad y símbolo, verdad y metáfora. Esta
convivencia exigió, sin lugar a dudas, una distancia óptima para un
encuentro armonioso.
Creemos
(y es esta creencia lo que convoca estas líneas) que esa distancia apta,
adecuada, se ha perdido, creando un abismo entre dos espacios antagónicos.
Naturaleza y cultura son en el presente dos lugares que ya no logran
encontrarse.
La
distancia apropiada que las reunía en el hombre ha desaparecido, pero no sólo
se ha aumentado abriendo una brecha sino que sigue y seguirá creciendo.
La
naturaleza nos empuja a dejar las estructuras caducas que acarreamos durante
años, a dejar de ser lo que fuimos históricamente; la cultura al irse
desprendiendo nos genera desasosiego, angustia, conductas impulsivas e
irracionales, descontrol, pérdida de sentido, etc.
La
capa más superficial de la estructura caracterial ya no existe, y para llegar a
la capa más profunda y originaria debemos atravesar la capa intermedia de los
impulsos secundarios. Es el infierno interno al que hizo referencia Juan Pablo
II, es el tránsito insoslayable por los retorcimientos históricos que hemos
implementado negando nuestro origen.
El
origen como lo único real que poseemos se nos impone, y todo lo que hayamos
realizado para negarlo ha comenzado a caer.
La importancia de comprender lo que está
sucediendo.
Lo
que se observa a simple vista es que la mayoría de las personas ignora la dimensión
y el sentido de este cambio radical. Todos sufren las consecuencias de las
alteraciones ambientales y bioenergéticas, pero no todos poseen el contexto
adecuado para leer este fenómeno. La mayoría acusa los desequilibrios como una
agresión desmerecida e intenta retomar (sin ninguna posibilidad de éxito) el
control anterior. Otros muchos utilizan la poca comprensión que los asiste para
sacar partido de él, ofreciendo un conocimiento que no tienen acerca del futuro
de la humanidad.
A
nivel global cada grupo trata de simbolizar y definir la realidad cambiante
como puede. Lo cierto es que la mayoría no incluye que su "yo”, su persona
como tal, no será lo que trascienda estos tiempos. Se ofrecen refugios
materiales en lugares concretos del planeta, lucrando con la ignorancia y
arrogancia de quienes creen poder "salvarse”. Por lo tanto, es urgente
saber lo que está pasando aquí y ahora con nosotros, lo que podemos hacer para
enfocarnos adecuadamente, esto es, para estar a favor de un proceso que nos
supera ampliamente.
El
descontrol generalizado es una muestra de que nuestras estructuras psicofísicas
están siendo desequilibradas, de que nuestros parámetros históricos están
haciendo agua y no podemos aferrarnos a ordenamientos caducos.
¿Quién soy yo?
La
conciencia individual es el resultado de un largo proceso evolutivo del ser
humano. Durante siglos la conciencia estuvo sostenida por la comunidad. Esto
es, los individuos sólo poseían importancia en relación al grupo de
pertenencia, ya que era el grupo como unidad quien podía sostener la energía de
la conciencia. Las tribus y los clanes daban al individuo su razón de
ser, participando todos del mismo espíritu.
Desde
aquellas comunidades tribales fuimos pasando a la familia, primero a aquellas numerosas
compuestas por todos los descendientes de los “primeros padres”, existiendo así
grupos de quince o veinte personas reunidas bajo la misma sangre.
La
historia de la familia es algo más conocido por todos nosotros, ya que su
evolución forma parte de la historia reciente. Desde aquellas familias
numerosas hasta nuestros días ha habido cambios substanciales, no sólo respecto
al número de integrantes sino también a la concepción de la misma.
No
es casual que en estos momentos sostener el grupo familiar primario –padre,
madre e hijo– sea todo un desafío, y sea cada vez más difícil compartir la visión
del mundo con quienes nos rodean.
Lo
que para nuestros antepasados era sostenido por muchos individuos agrupados e
igualados por este compartir de la conciencia, actualmente se está proponiendo
como un sostén individual. En otras palabras, la evolución natural está exigiéndonos
abandonar nuestros reaseguros históricos para transformarnos en seres
portadores de conciencia.
En
este proceso evolutivo, sucintamente descripto, el “yo” ha tenido un papel muy
importante, ya que ha servido de tutor en la transición de la conciencia grupal
a la conciencia individual.
Desde
su nacimiento y hasta la edad adulta, el individuo va haciendo crecer su
"particularidad”, va desplegando su modalidad única, de tal modo que las
diferencias individuales, suficientemente significativas, lo proveen de un
mundo propio, personal, diferente a los otros. En el momento del nacimiento, el
cuerpo se constituye per se en el
origen biológico del yo, el cual se irá desarrollando a la par que irá creando
su propia realidad [Ver Orur S.XXI, nº
18].
¿Quién
soy yo? No soy más que la identificación con mi cuerpo, con mis sensaciones
corporales, las que han ido derivando en gustos, emociones y sentimientos
propios. Desde un yo precario, incipiente, delimitado sólo por el contacto con
mi madre he ido creciendo hasta convertirme en un ser con precisiones, a tal
punto que puedo definirme. Soy no sólo mi presente sino mi historia, lo que he
vivido, lo que pienso de mí, lo que valoro y también lo soy en mis aspectos
inconscientes. [Ver Orur S.XXI, nº 19].
El
yo es, pues, esa estructura capaz de acompañar al sujeto hasta la consolidación
de la individualidad; es esa instancia que, a modo de tutor, dirige el
desarrollo y maduración de las potencialidades inscriptas en el ser humano.
Ahora bien, la maduración yoica marca el final de un proceso, la culminación de
una etapa. ¿Qué ocurre luego? ¿Cuál es el destino de aquello que alcanza su máximo
crecimiento? [Ver Orur S.XXI, nº 20].
La
maduración yoica significa en lo individual la muerte del sujeto. Es decir que
cada persona termina su ciclo vital al alcanzar sus metas personales, y con
ellas su máximo desarrollo. En algunos casos excepcionales esta maduración ha
permitido al sujeto el despertar de la conciencia a través de una experiencia
de iluminación. Esto ha acontecido siempre que el cuerpo se ha encontrado en
condiciones de tolerar en forma consciente la totalidad de la energía vital sin
morir. La muerte existe entonces como la consecuencia necesaria cuando, por el
propio proceso natural, se rompen los límites de la estructura yoica y el
cuerpo no posee las condiciones necesarias para metabolizar la energía desprendida.
Ahora bien,
creemos que el cuerpo humano en términos de especie ha madurado lo suficiente
como para sostener por sí mismo la totalidad de la energía. Esto es lo que
consideramos como el actual desafío evolutivo.
En otras
palabras, esta etapa de transformación del planeta en general y del hombre en
particular supone –hasta donde sabemos– un desprendimiento de todo lo
aprehendido, lo que en términos orgonómicos significa el máximo de entrega. El
proceso natural está expresándose así a través de la disolución de los yoes
individuales y de la unificación de los polos consciente-inconsciente. Hasta
aquí sólo pudimos vivir como seres disociados y la propuesta ahora es reunirnos
y retornar al origen.
Repetimos: la
conciencia como campo de energía fue siendo sostenida en forma progresiva
desde la conciencia “común” de nuestros ancestros (espíritu de tribu, clan,
raza), pasando por la tradición familiar de nuestros ascendientes, hasta
nuestros días en que la conciencia individual está a punto de ser consolidada
como el mayor y último logro de la especie humana.
Todo este
movimiento supone sufrimiento para nuestros yoes, de allí que el único modo de
acompañar tamaño proceso sea a través de un desplazamiento perceptivo de gran
magnitud, a fin de tolerar la muerte inexorable de nuestra historia
personal. Intentarlo es el único objetivo presente de nuestro trabajo
psicofísico.
Excelente texto. Saludos!
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