La intención

He aquí mi secreto, que no puede ser más 
simple: sólo con el corazón se puede 
ver bien; lo esencial es invisible a los ojos 

Antoine de Saint-Exupéry, El principito

La energía precede a la materia; lo imperceptible subyace a lo palpable. Una fuerza invisible traspasa cada acción dándole sentido. Todo lo manifiesto tiene una determinación oculta a revelar: eso es la intención. Antecede al acto determinando su destino, precede a la práctica y acompaña su derrotero, poniéndose al descubierto en el resultado final de lo que hacemos. La intención es el propósito real en nuestro obrar, absoluta, innegable, robusta y firme. Presente siempre, evidente en el efecto de todo cuanto realizamos. 

La intención puede ser clara y precisa u oscura y confusa, sincera o astuta. Percibir estas diferencias es parte de la tarea en nuestro vínculo con los demás y con nosotros mismos. Una misma acción puede tener infinitas motivaciones; saber cuál de esas motivaciones adquiere mayor relevancia, asumiendo de ese modo el rango de intención, es de gran importancia porque el resultado siempre será acorde a la intención. Si invito para mi cumpleaños a determinadas personas, no ocurrirá lo mismo si lo hago con la intención de compartir una fecha significativa para mí o si utilizo el acontecimiento para confirmar el afecto de los que me rodean. No obtendré el mismo resultado si viajo para conocer nuevos lugares o si lo hago para escapar de una situación complicada. Y esto es así porque nuestra intención le da forma y movimiento a cada hecho, su vibración tiene más poder que el acto en sí. 

Este poder formativo de la intención se hace más evidente cuando, a pesar de todo nuestro empeño por lograr algo, ese algo se nos resiste una y otra vez, frustrando cada uno de nuestros intentos. Ese resultado negativo está mostrándonos lo errado, no de la acción en sí, sino de nuestra intención: tal vez no estamos queriéndolo verdaderamente, tal vez después de tantos esfuerzos lo hayamos transformado en un desafío y hayamos desvirtuado el propósito inicial. Puede ocurrir también que detrás de nuestra búsqueda se oculten motivaciones contradictorias. De cualquier manera, sabemos que la “fuerza invisible” que hace posible su realización se halla perturbada. 

Percibir la intención de los demás en relación a nosotros también es esencial, ya que no siempre acompaña fielmente al motivo manifiesto. Una persona conocida puede ofrecerse a llevarme hasta mi casa en su coche por pura amabilidad o aprovechando el viaje para pedirme algo. En ambos casos estaré valorando no tener que caminar, pero su actitud durante ese tiempo no será la misma. Más aún si su intención de pedido no llega a concretarse: en tal caso sentiré una tensión en el vínculo que me hará dar cuenta de algo no dicho. Claro está que no siempre conocemos las intenciones ocultas con tanta claridad. La mayoría de las veces se cuelan razones inconscientes que nos complican los logros. Descubrirlas será parte de la tarea, tanto para lograr la realización de lo que deseamos como para conocernos más profundamente. 

Quizá haya personas a quienes no les importe la verdadera intención que acompaña a una conducta, quizá quien recibe un favor de cualquier tipo se conforme con la utilidad del hecho, pero quien haga esto no debería desconocer los aditivos de tal servicio, ya que la intención de quien se lo esté otorgando será una realidad tan palpable como el beneficio. Los profesionales de la salud verán el resultado de sus tratamientos en relación directa a la intención profunda que los acompaña. De allí que cobre más importancia la intención de ayuda profesional que tal o cual procedimiento en cuestión. La frase “la intención es la técnica” hace alusión a esa fuerza invisible que la intención posee, capaz de sanar más allá de la técnica empleada. 

“Lo esencial es invisible a los ojos” y, aunque en lo cotidiano perdamos la consciencia de ello, la energía seguirá invadiendo los espacios, traspasando los sentidos, impregnando la materia, y la intención seguirá siendo la fuerza inexorable que mueve al universo.

Un pensamiento acerca de la luz y el tiempo

 Como seres materiales vivimos dentro de límites precisos, confinados a la Tierra, encerrados en la cápsula del tiempo.

La luz, con sus trescientos mil kilómetros por segundos, parece ser el margen etéreo hacia otras dimensiones, el pasaje certero al Más Allá. 

En el más acá, el ser debate su existencia dentro de la ley de polaridad, en el más  acá la fragilidad de la materia lidia día a día con la muerte. Y es desde este más acá que interpretamos la vida, que valoramos el espacio y proyectamos viajes interestelares. 

Desde un territorio cercado por barreras invisibles navegamos el infinito sin movernos de la cárcel y recluidos en un rincón del Universo padecemos la poca perspectiva del encierro.


El tránsito entre un lugar y otro parece ocurrir a través del enceguecimiento que esa fuente de luz produce al ser atravesada. Se nace y se muere pasando por ella y muy pocas veces contamos con la gracia de vislumbrar su presencia en el curso de nuestra vida. Cuando esto ocurre, su luz borra -momentáneamente- la sombra humana al iluminar la totalidad del ser. 

Paralelamente, en esos momentos -nacimiento, iluminación y muerte- desaparece el tiempo. Se ingresa a un espacio en el que el tiempo deja de correr, no existe, se diluye en un presente eterno y continuo. La grandiosidad de la luz invade el espacio-tiempo conocido y desdibuja su frontera. 


Como seres materiales vivimos dentro de límites precisos, confinados a la Tierra, encerrados en la cápsula del tiempo. Pero ello sólo ocurre en el espejo, luz adentro.


Origen del Sentimiento de Culpa

 ¿Qué es la culpa? ¿Por qué la sentimos?


Lejos de ser una construcción cultural, como muchos suponen, la culpa es el sentimiento que da cuenta del grado de conciencia que el ser humano posee de su separación de la totalidad, de su existencia polarizada. Tiene su origen en el momento mismo del nacimiento y responde a la sensación de caída producida por el corte del cordón umbilical. Su referente corporal es el diafragma, y su represión supone una disfunción importante en el manejo de la realidad.


La culpa acompaña al individuo desde su nacimiento como consecuencia de la pérdida de la unidad y de su ingreso en la polaridad (en términos físicos, la expulsión del vientre materno y el contacto con la fuerza de gravedad terrestre). Estar en el mundo es tener culpa, entendiéndose por culpa la sensación de falta o error.  Que la realidad sea polar (bueno-malo, lindo-feo, chico-grande, etc.) hace que cada vez que elijamos uno de los polos estemos perdiendo el otro (esto es, estemos errando). La imposibilidad de tomar ambos polos opuestos es parte de las leyes materiales. Siempre debemos optar por uno de ellos: si voy, no me quedo; si ayuno, no como; si me detengo, no avanzo. La pérdida de la unidad cada vez que elegimos una opción es sentida como falta, como culpa.


Esa sensación de error permanente nada tiene que ver con el contenido de lo que hagamos, ya que no hay algo que esté bien y algo que esté mal. Bienmal es, al igual que todas las polaridades existentes, una unidad; y es la ruptura de esa unidad la que promueve la culpa. Es por este motivo que la religión católica habla del “pecado original”, el que bien interpretado haría referencia a la caída en el mundo polar, a la pérdida de la unidad. Claro está que el catolicismo se encargó de utilizar esta realidad física para sus intereses, creando la fantasía de que el “error” está en una mala elección de los contenidos polares. De este modo se intenta borrar la realidad de que, hagamos lo que hagamos, “estamos pecando” (utilizando la terminología de la Iglesia).


¿Entonces, qué es la culpa? 

Es la sensación permanente de estar perdiendo la unidad a cada paso. Es la corroboración de nuestra imperfección, la conciencia de nuestra incompletud en cada acción que llevamos a cabo.

No sentirla es negar que estamos tomando sólo un pedazo de una unidad que se nos escapa en cada movimiento. No sentirla es fantasear con una omnipotencia que no poseemos, creyéndonos capaces de acertar o dar en el blanco. 


En el contexto de la identidad funcional cuerpo-mente (esto significa que lo que se manifiesta en uno también se manifiesta en el otro), el diafragma se ubica como la zona más afectada por la separación de la madre -separación que se encuentra mediada por el corte de cordón umbilical- constituyéndose en el sustento biológico de la culpa. En el momento del nacimiento, el diafragma reacciona frente a la sensación de caída producida por la acción de la fuerza de gravedad sobre nuestro organismo, permitiéndonos así la adaptación a las nuevas condiciones. Esa mínima tensión diafragmática nos posibilitó iniciar el ritmo respiratorio (inspiración-espiración). Por ser una realidad palpable en el cuerpo, no sentir culpa es negar una condición física que se nos impuso desde el nacimiento. La culpa no es sino la corroboración de que somos seres castrados e incompletos, y que deberemos conformarnos con una visión disociada de la unidad. Es decir, lo que originariamente es sólo uno será percibido por nosotros en forma secuenciada en dos momentos diferentes. El tiempo, por tanto, no es otra cosa que la percepción disociada de una unidad a la que no podemos aprehender directamente.


La culpa es la confirmación de esa distancia con la unidad, la conciencia de nuestra percepción limitada y la corroboración de que toda acción estará siempre errada. Sólo quien asume la culpa como parte de su naturaleza puede llegar a superarla. Sólo quien es capaz de aceptar sus límites puede trascenderlos.