La tarea de vivir

Nacemos en un cuerpo y con vida. Por lo que cuerpo y vida no son la misma cosa. Y esto es así ya que un cuerpo, vivo o muerto, sigue siendo un cuerpo. La vida, en cambio, es el misterio que mueve al cuerpo.
Esto que parece tan obvio, lo olvidamos cuando buscamos la salud a través de observaciones parciales y tratamientos mecánicos; cuando, en la tentativa por restablecer el equilibrio, fijamos la atención en la materia que conforma al cuerpo.
Entonces confundimos las cosas de tal modo, que perdemos de vista que, aunque renovásemos todas las células y restaurásemos todos los órganos, éstos no funcionarían si la vida no los asistiera.

La medicina actual sigue los preceptos de nuestra percepción alienada en la materia, por lo que no podemos culpar a una disciplina que, en última instancia, refleja nuestra concepción del mundo.
Así como confundimos la vida con el cuerpo, confundimos también lo esencial con lo superficial, lo real con lo simbólico, lo verdadero con lo falso. Nuestra identidad queda entonces, basada en premisas temporarias, en valores transitorios y criterios efímeros. Podríamos decir que hemos perdido el alma.
Dándole una importancia desmedida a la materia, vamos fijando el movimiento en "tomas" esporádicas y tal como una cámara de fotos, grabamos situaciones precisas y congeladas. 
La ventaja de este mecanismo parece estar en dejar fuera de nuestra percepción todo aquello que nos estorba, nos disgusta y nos produce rechazo: todo lo que no soy "yo". En otras palabras, la búsqueda que subyace a esta maniobra de selección es permitirnos una "vida feliz", entendiendo por tal, una vida que me deje hacer lo que yo quiera. Fijada la atención en la materia, en lo quieto, en el mecanismo y en lo concreto, esa aspiración no parece tan loca ni imposible; pero lo es. 
En nuestra disociación entre lo bueno y lo malo, lo lindo y lo feo vamos perdiendo el contacto con la unidad que rige la vida. Nuestra "vida feliz" es el álbum de fotos que construimos a lo largo de los años, pero ¿quién confunde un puñado de fotos con el viaje que hicimos?

Si la energía antecede a la materia, el cuerpo es un instrumento movido por fuerzas desconocidas y como tal deberemos tratarlo. No desmereciendo sus necesidades, no desvalorizando su mediación para transitar el camino, no quitándole posibilidades de desarrollo; pero ubicándolo en el lugar que le corresponde.
La vida debiera lograr manifestarse a través de él, impregnarlo de movimiento, de sensaciones, expresando a través de cada célula su intención profunda. De esa manera podríamos contactar con nuestra esencia, con lo que somos más allá de la materia, con lo que traemos al nacer.
Para nuestro mundo materialista, esto representa mirar a través de los espacios que hay entre las cosas, para nuestra percepción alienada en los objetos, esto significa dejar de mirar lo concreto para mirar el vacío.
Nuestro cuerpo deja así de ser esa masa compacta y grosera para ser la condensación de años de desarrollo en el planeta, las infinitas partículas que siglo tras siglo fueron plasmadas en el barro.

¿Qué es la vida? No es el cuerpo. ¿Qué es el cuerpo? Es el espejo en donde representamos nuestra intención, es la vestimenta que debemos limpiar cotidianamente, purificándolo a través del contacto. Sólo de este modo habremos cumplido con la tarea de vivir. 

Sensación de inferioridad

La inferioridad es un sentimiento conocido por la mayoría de las personas. Para algunos es una constante que los tortura y agobia. Se sienten menos que los demás o lo que es lo mismo, sienten que los otros poseen algo que ellos no tienen. 
¿De dónde proviene ese sentimiento que los hace menos? 

Cuando nacemos nos separamos de la totalidad de la que formábamos parte; cuando nacemos nos convertimos en algo menos que aquello que nos contenía y junto a ello, perdemos la sensación de grandeza para sentirnos más pequeños. 
A medida que nuestro yo personal crece, vamos discriminándonos aún más de aquello que dejamos, de ese campo de energía que nos envuelve. Somos en esencia un ser grandioso y eterno pero nos reconocemos limitados y pequeños dentro de nuestro cuerpo material y frágil. 
Tenemos pues, una sensación doble: nos sentimos grandiosos y nos percibimos pequeños. La sensación de plenitud y poder nos envuelve, es nuestro origen y destino; pero a medida que vamos ganando identidad vamos perdiendo el contacto con aquello que fuimos y seremos. Somos en el presente yoes pequeños y fallidos, débiles e imperfectos, ¡somos menos!

En nuestro armado del mundo, en la necesidad de crear un contexto nos proyectamos hacia afuera. Proyectamos parte de nosotros mismos en los otros. Como seres duales, proyectamos sólo una parte: si proyectamos nuestra pequeñez nos sentimos grandes y fuertes, magníficos y poderosos; si proyectamos nuestra grandiosidad nos sentimos limitados y pobres. En el primer caso nos percibimos más que los demás, en el segundo, menos. 
Ninguna de las dos situaciones es real: no somos ni más ni menos que nadie. Somos todos iguales: grandiosos en esencia y pequeños en presencia. Compartimos la sensación de pequeñez que nos refiere la separación de la totalidad, el estado de precariedad por ser humanos, a la vez que nuestro origen transcendente. Esta sensación de inferioridad frente a la fuente de nuestra vida se transformará en sentimiento de inferioridad toda vez que proyectemos la vivencia de totalidad, toda vez que pongamos en el otro lo que por naturaleza nos pertenece. Nos sentiremos menos por no tolerar nuestra grandeza...

Retirar nuestras proyecciones del entorno es la tarea, volvernos a sentir duales, completos, contradictorios y profundos, perfectos por la grandiosidad que nos dio origen y pequeños frente a ese origen trascendente. Retirar nuestras proyecciones del mundo para ver a nuestro hermano como igual, ni más ni menos; para verlo tan dual como nosotros: efímeros y eternos.

Perder para seguir andando

La separación es una constante en nuestra vida y, aunque más de las veces no la registremos, está presente en la rutina cotidiana. En forma continua vamos cambiando, vamos dejando de ser para adquirir nuevos modos, nuevas células, nuevos tejidos. Nos desprendemos de los desechos orgánicos cada vez que vamos al baño y las mujeres, durante nuestra vida fértil, una vez al mes, perdemos nuestros óvulos en un proceso natural y necesario para la procreación. Nos encontramos y nos separamos con cada una de las personas que vemos a diario, con los objetos que tomamos y dejamos, con los pensamientos y sentimientos que tenemos a cada momento; continuamente estamos en contacto con el abandono y la pérdida.
Nuestra naturaleza está ligada a la separación desde el mismo momento en que nacemos separándonos de nuestra madre, de nuestro contexto originario. Y continuamos separándonos al crecer: desde pequeños vamos perdiendo desde el pecho materno hasta nuestros dientes de leche, desde la mamadera y el chupete hasta nuestros padres que van dejando de ser lo que fantaseábamos y, al llegar a la pubertad, perdemos nuestro cuerpo infantil para transformarnos en adultos.
En este contexto pérdida y muerte son sinónimos. Lo que perdemos muere en nosotros, deja de existir. Así, perdemos inocencia al adquirir conocimiento, perdemos el hambre cuando comemos, perdemos la sed cuando bebemos y nuestro sueño cuando dormimos. ¡Perdemos el tiempo cuando vivimos! 
Perder es una necesidad, es un mandato, es el único modo de seguir andando. No podríamos caminar si no tuviéramos algo para dejar atrás.

Siendo la pérdida una constante natural de nuestro mundo...¿por qué intentamos negarla permanentemente? ¿Qué es lo que nos impide aceptarla? 
Todos los procesos antes descriptos ocurren indefectiblemente...los percibamos o no. Pero todo aquello que suceda y no percibamos se hace inconsciente, todo aquello que vivimos sin el acompañamiento consciente va creando nuestra sombra y nos va generando algo pendiente.
Si no nos aceptamos perdedores, lo seremos de todos modos.

Entonces, vuelvo a preguntarme ¿qué es lo que nos imposibilita mirar de frente la realidad, aceptar lo inexorable?
Un cambio en el enfoque puede ayudarnos a comprender y tolerar nuestra propia naturaleza.

Cuando caminamos miramos hacia delante y, aunque vamos perdiendo el paisaje a cada paso, estamos entusiasmados con lo nuevo que vemos y sentimos. Vamos dejando atrás el camino deseosos de seguir caminando.
Nuestro recuerdo infantil nos acerca esa sensación de alegría y entusiasmo frente a las transformaciones y los cambios. Felices por descubrir nuevas cosas no sufrimos con lo que dejamos.
Entonces, me pregunto...¿Por qué no ver la vida como un largo camino y las pérdidas como lo necesario para seguir andando? ¿Por qué no hacer consciente -saber- que perder es la única posibilidad de seguir creciendo?

No hay nada nuevo en lo que digo, hombres de todos los tiempos nos mostraron ese modo de encarar la vida. Pero...¿cuándo estaremos dispuestos a tomarlo? ¿Cuándo podremos sentir que lo vivido no nos pertenece, que sólo fue un trecho que debemos dejar atrás?
La intención de este escrito es que por fin logremos ver la vida hacia adelante, mirar lo que viene para comprender que lo que dejamos ya no nos es necesario; que lo que perdemos es el desecho de lo vivido y que lo esencial quedará grabado en nuestro ser.
Si enfocamos la vida como un movimiento lo que dejamos atrás es la acción ya realizada, lo acabado. Si nos quedásemos allí, nos perderíamos a nosotros mismos, nos moriríamos con lo que dejamos. Y esto es así aún frente a la gran muerte, la muerte de nuestro cuerpo material. Nuestro cuerpo muere porque acabó su función, porque para el nuevo camino ya no lo necesitamos...Dejamos el cuerpo atrás para poder seguir andando...